Por Olberg Sanz.
Me había presentado antes de extender la mano y de haber explicado por centésima vez el origen de mi nombre. Había expuesto mi ser completo antes de conocer el pudor y me había combinado antes de vestirme.
Me había presentado antes de extender la mano y de haber explicado por centésima vez el origen de mi nombre. Había expuesto mi ser completo antes de conocer el pudor y me había combinado antes de vestirme.
"Despacito y con buena letra, la primera impresión es la que cuenta" Aquella frase materna pareció surtir efecto con el paso de los años, luego de instalarse en la memoria. Aquella letra redonda y cándida lograda del método palmer ya lograba los primeras dianas con sello morado "una estrella de oro para ti". Vocales y consonantes aparecieron en la paleta de colores y los primeros cuadros me iluminaron. Julio Verne, Mark Twain, Antoine De Saint Exúperi, Miguel De Cervantes y relatos de wayuus y pemones, fueron las luces en la autopista que comenzaba a transitar.
Me había otorgado ciudadanía y fe de quién soy. Dice a qué bandera le debo honores, nombre completo, número asignado, fecha en la que nací y hasta el momento en el que me pondré piche. Sí, incluso estaba en ese tedioso documento que nunca debe perderse, y que permitía en cierto momento, entrar a locales nocturnos.
Juntarse con números se hizo más frecuente. Cuántos dolores de cabeza me hubiera ahorrado sin la existencia de equis y sus compinches. Ecuaciones, porcentajes, planos cartesianos, medidas, pesos, volúmenes... Más fácil resultaba entenderle en otros idiomas, al menos en papel.
Me elevó a niveles superiores sin poseer forma de hongo, ni ofrecer efectos alucinógenos o psicotrópicos. Dos de sus estructuras fueron paisajes diversos. Prosa y lírica, como playa y montaña, cada una con su temperatura, topografía, fauna y flora, me enseñaron a rendirle culto a la figura femenina, a seducirla con escuetas declaraciones románticas. Al principio fue más fácil decir te amo a través de ella -aun con pulso tembloroso al menos- que articularlo. Sus primeros versos coquetearon con melodías, fueron canciones de un reproductor infatigable y de repertorios con bajo eléctrico en alto volúmen.
Me anudó la corbata al otorgarme jerarquización, me apretó los pantalones al pedirme precisión, me manchó la camisa si la cita no era textual, el pantalón lució de cuadros y la camisa de rayas cuando no conjugaba bien los verbos, me desanudó las trenzas cuando usé mal las preposiciones, me ensució las uñas si faltaban comas, me enredó la lengua cuando juntaba fonemas similares en una misma oración, cambió lagañas en mi cara por letras omitidas, pero me otorgó estilo con las figuras retóricas y los recursos expresivos, como los pinchos armados con gelatina. Me definió para siempre como persona cual tatuaje, porque me había presentado antes de extender la mano y de haber explicado por centésima vez el origen de mi nombre.
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